El Hay Festival cambió la vieja presentación de los eventos literarios.
'El Casares', como llamamos al Diccionario Ideológico de la Lengua Española sus antiguos usuarios, define conversar como "hablar una o varias personas con otra u otras". Dice también que conversar es "tener trato y amistad unas personas con otras". Y esto, la más hermosa de las acepciones: "habitar en compañía de otros". Conversar: ¿aceptación del otro?
Las "mesas redondas" o rectangulares (si fueran redondas, algunos ocupantes cometerían la grosería de hablar de espaldas a su audiencia) imponen cierta pompa. Casi nunca se cumplen las rondas de intervención ni los turnos previstos. Por lo general, alguien usurpa el tiempo del otro. Por lo general, nadie responde ni replica al interlocutor. Al final, parecen un monólogo redondo: son la negación del otro.
El Hay Festival -un invento británico que se quedó a vivir en Cartagena de Indias hace seis años- impuso un ambiente para conversar. La conversación, no la conferencia, es el género que da sentido a este encuentro anual de escritores, editores y lectores. Por eso reproduce en escena una sala: "mesa de centro", sillones y un sofá donde "una o varias personas" hablan "con otra u otras".
El Hay Festival cambió la vieja presentación de los eventos literarios. Lo hizo en el escenario: salas casi familiares donde unos escritores interpelan a otros escritores ante un público que ha leído sus libros o busca interesarse por ellos. Del 2006 en adelante, el tresillo letrado se impuso sobre la "mesa redonda".
Los críticos del Hay Festival -¡bienvenidos!- hablan de la ligereza de las "conferencias". Es cierto, en parte: pocas veces hay solemnidad en las intervenciones; se conversa coloquialmente, se habla de la génesis de los libros, de los secretos del oficio y de las circunstancias que rodean la vida de los escritores. Y el público es una "inmensa minoría" que sigue leyendo libros, digitales o impresos, la pieza quizá arqueológica de una de las fuentes del saber: la lectura.
En este modelo de espectáculo se dan muestras de "fetichismo": se piden autógrafos y fotos con los escritores, pero esto no es más "grave" que hacerlo con deportistas o cantantes. ¿Por qué habría de privarse uno de muestras de admiración y afecto producidas por la creatividad humana? La amable liviandad será siempre preferible a la profunda hostilidad.
En el Hay Festival se siente un aire de fiesta y espectáculo, quizá de exhibicionismo de las grandes figuras invitadas. Prefiero esta fiesta a la no menos espectacular de las cumbres donde se decide a puerta cerrada el destino de los pueblos, en medio de aterradoras medidas de seguridad. En los festivales literarios no se decide nada: se habla sobre libros y autores que convocan a unas pocas miles de personas que vivieron la felicidad de leerlos.
Los escritores no son convocados para ofrecer fórmulas que podrían cambiar el mundo, imponer la justicia, evitar las desigualdades sociales o impedir los ascensos eufóricos y caídas catastróficas de la "ciencia económica", sino para una cosa más gratificante: hablar de libros y literatura, de la condición humana que los inspira y de unas pocas cosas que quedan como expresión de la libertad: el arte y los artistas, como recordaba Hannah Arendt.
Se trata, quizá, de un evento de élites: poca gente comparada con las multitudes que no ahorran presupuesto en un concierto de vallenato o de rock o pagan por una botella de ron sumas muy superiores a las que pagarían por un libro de Carlos Fuentes, Ben Okri, Nélida Piñón, Jonathan Franzen o Evelio Rosero.
Los festivales literarios no pueden competir con el esplendor de esos negocios.
http://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/scarcollazos/quinta-columna_11002106-4